Las pruebas de competencias básicas de sexto de primaria, y sobre todo las de cuarto de ESO, han vuelto a dar en Cataluña resultados claramente mejorables. En el sistema educativo, no progresamos adecuadamente. Y ya no vale atribuirlo todo a la pandemia. Quedarse en esa explicación es demasiado simple, demasiado fácil: es una huida. Hay algo más general, más hondo y estructural. El problema es transversal, social. La escuela es el reflejo de una sociedad que, más allá de los discursos retóricos, no acaba de saber cómo dar a la educación de sus niños la prioridad y centralidad necesaria, una sociedad que hiperprotege a los hijos a la vez que les crea grandes expectativas de éxito banal. Los pone frente al espejo de una autorrealización hedonista, pero no les da la capacidad de esfuerzo y sacrificio. Aprender no siempre puede ser divertido. Los deportistas de élite, tan admirados, lo saben.
¿Por qué no aspiramos también a tener muchos y buenos estudiantes? ¿A hacer que cada uno dé lo mejor de sí mismo? Estudiar exige concentración, tiempo, resiliencia y pasión. Y el hábito debe adquirirse desde pequeños. No es un problema tanto de métodos como de voluntad: voluntad de los chicos y chicas, y de los padres para apoyarlos y exigirlos, y de los maestros para motivarlos y acompañarlos. Voluntad política para poner los medios y confiar en los profesionales, para no gobernar la educación a golpe de decretazo y a base de medidas efectistas. Estos días ha habido protestas por la escasez de acompañantes de aula (la mayoría son mujeres) para hacer viable la escuela inclusiva. También por la falta de remuneración de los coordinadores antibullying. Las disfunciones psicológicas entre los adolescentes (angustias, depresiones, anorexias, tendencias suicidas...) no dejan de aumentar ante la impotencia de los docentes para atenderles.
Todo esto también influye en el nivel final. Sin duda. Pero es que los resultados mediocres vienen de lejos y no conseguimos dejarlos atrás. Este año los chicos y chicas han empeorado en las materias de catalán y castellano (de catalán aún más por el bajo nivel en la prueba oral, que se ha hecho por primera vez y que, como era previsible, evidencia el problema del bajo uso social del idioma histórico del país, que está en clara recesión en la calle), y han mejorado en inglés y matemáticas, materias en las que, sin embargo, se partía de muy abajo. Son datos una vez más decepcionantes. Habría que analizarlos más en detalle para ver si, más allá de la media, existe todavía, como es probable, una división por barrios: con escuelas de entornos acomodados o de clase media con notas aceptables y, en cambio, centros en áreas vulnerables en los que el problema sea mucho más grave. También habría que ver si existe un sesgo de género. Los datos deben estudiarse –de nuevo el verbo estudiar, sí– si realmente queremos revertirlos. Porque, lo repetimos: detrás de estos resultados hay realidades sociales complejas que hay que abordar. Y a la vez existe, también, la necesidad global de dejar de lado un cierto paternalismo autoexculpatorio y de abordar la educación como lo hacemos con otros aspectos de la vida –por ejemplo, con la salud física–: con ambición, con muchas ganas, con exigencia y responsabilidad compartida.